Cuando busco con fruición e impaciencia un determinado libro, me acuerdo del tiempo en el que leía cualquier cosa, lo que había. No recuerdo muy bien de dónde salieron Genoveva de Bravante o Viento del Este, Viento del Oeste, pero sí recuerdo cuando empezaron a llegar a casa unos libros editados por RTV. Se vendían cada mes y mi madre los fue comprando pues, al fin y al cabo, creía en la importancia de saber para ser alguien. Un mes llegaba a casa La tía Tula, de Unamuno, y al siguiente La mente humana, de José Luis Pinillos, y yo esperaba ansiosa tratando de imaginar cuál sería el siguiente. Después se iban atesorando en una estantería sencilla junto a alguna figura traída de unas vacaciones en Salou.

No recuerdo si me gustó alguno especialmente, sí recuerdo que la elección no existía. Leí libros que no entendía aunque siempre eran libros que me descubrían otras vidas; hubo libros excepcionales y también libros mediocres. De todos se podía sacar algo bueno, decían, y todos eran sagrados, no se debían marcar, ni doblar sus páginas ni mucho menos ser subrayados.

Por eso, cuando leí a Vázquez Montalbán, no podía concebir que Carvalho quemara los libros en aquella chimenea suya, y cómo imaginar que hoy podamos dejar un libro en un banco para que lo encuentre cualquiera. Ahora existen librerías de segunda mano donde comprar libros que pueden cambiar la vida de uno por apenas dos euros. Los veo y siento pena, ¿cómo han podido pasar a valer tan poco? y a la vez alegría, qué maravilla que los libros estén al alcance de todo el mundo.

Tengo una biblioteca pequeña pero preciosa que atesora los libros que me han gustado. Son libros que me acompañan en mis sucesivos cambios de domicilio, en cada mudanza se pierden unos cuantos pues pesan mucho y no queda otra que descartar los menos afortunados. Pero hoy todavía, cuando veo los títulos, recuerdo lo feliz que me hicieron. No me puedo imaginar una sala sin libros. Y soy tan exagerada que soy capaz de decantarme por un determinado apartamento en Airbnb solo porque tiene libros. Dirán que soy una maniática, yo me quedo con mitómana, que suena mucho más chic.