Cuando eras pequeño solía ir a verte dormir porque sabía que contemplarte abandonado, vulnerable despertaría en mí una ternura que no sentía. Era tan difícil tratar con tu insatisfacción, con tu desafío permanente que no sabía qué hacer. Y te miraba dormir y eras tan indefenso, tan pequeño que te veía con otros ojos y eso me ayudaba a volver al punto de inicio, a no sumar rencores e insatisfacciones, a quererte.

Contigo he aprendido muchas cosas, hijo, la mayoría difíciles. He aprendido el valor definitivo de los afectos tempranos, los que dispensamos a un bebé que solo duerme y se alimenta y también la repercusión que para ese bebé tiene contar con un cuidador previsible. He aprendido además que los padres no tenemos una segunda oportunidad, pues si desaprovechamos la primera, el hijo está ya perdido y casi destruido. Los años contigo han sido todos un aprendizaje tozudo. Un aprender doloroso, un como se decía antes, la letra con sangre entra, así he aprendido yo tantas cosas contigo.

No me ha quedado más remedio que aprender a ser paciente, a ser tolerante, a intentar una y otra vez  ponernos de pie y no contar las veces que hemos fracasado. Ahora sé la cantidad exacta de cariño que cabe en mi corazón y sé también que mis fuerzas tienen unos límites, que no soy, contrariamente a lo que pensaba, ni superwoman ni todopoderosa.

Conozco, gracias a ti, el valor grandísimo de la compasión. Un sentimiento que me gustaría transmitir a todos los que se relacionan contigo y que seguramente sentirían si llevaras impreso en la cara el síndrome de Down. Sin duda soy mejor persona gracias a ti, hijo, aunque solo tú y yo, yo un poquito más, sabemos a qué precio.