Viene como si no hubiera pasado nada. Que necesita un cinturón, dice. Le veo y anticipo el dolor que voy a sentir. Va a su cuarto como si nos hubiéramos visto ayer. Como si no hubiera rechazado la última de las oportunidades. Como si no hubiera pisado el castillo que construí para él. Me obligo a no pensar, sobre todo a no sentir. Encuentra un cinturón pero es pequeño. Le ayudo a sacar otro. Tiene la hebilla metida en el gancho de la percha y no sabe cómo sacarlo. Tiene estas cosas, sí. Me pregunta si compro en ebay y en Amazon. Qué querrá. Y quiere un cable que se pueda enchufar en un viejo teléfono de esos que tenían tapa. También tiene estas cosas. Se me acaba la capacidad de seguir de cháchara y le pregunto dónde está, si está bien, cómo se arregla. Y me dice que está muy bien y, en lugar de ponerme contenta, estallo diciéndole que cómo va a estar bien si ha quemado los últimos cartuchos. Pero él dice que sí, que está muy bien, y el absurdo tiene mi cara en el espejo. Si él dice que está bien ¿por qué tengo yo que empeñarme en que no es así? ¿Y el mes que viene qué?, le pregunto. El mes que viene ya veremos, todavía queda mucho, dice. Y las lágrimas se me agolpan en los ojos y él se da cuenta y murmura, ya estamos. Y me enfado conmigo más que con él porque me había prometido que esto no volvería a pasar, que yo iría dejando de sentir como el que se quita de una adicción. Pero es que no entiendo por qué te pones así, me dice. Y mi impotencia llena por completo la habitación, la ocupa tanto que mi hijo sale, atraviesa la entrada, coge la puerta y se va. Y allí me quedo yo con la desolación extendiéndose por toda la casa, sin saber muy bien qué ha pasado. Qué ha ocurrido en apenas cinco minutos para que yo ya no sepa qué estaba haciendo ni qué voy a hacer con tanta impotencia agolpada en mi pecho.
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