En 1814, Josep Pau Ballot i Torres (ojo al Torres, lo mismo somos parientes) escribía en el prólogo de su Gramática y apología de la llengua catalana: «Es la lengua catalana no sólo propia y verdadera lengua, sino sencilla, clara, pura, enérgica, concisa, abundante, fluida y natural; y es tan ajustada, cortesana y dulce (…) que no hay lengua que con palabras más breves exprese más altos y mejores conceptos, presentando en todo una viva semejanza con su madre latina».

En 1667, Joan Batiste Ballester había escrito: «Que la lengua valenciana sea la mejor de todas las de Europa, dejando aparte la lengua sagrada que es la hebrea, es algo que yo no me atrevería a publicar, si no es porque ya lo he defendido en conclusiones públicas; y es cierto porque además de la gracia, brevedad, concisión y energía, es muy ajustada, significativa y conceptuosa y aguda, y posee valentía enfática, fuerza y majestad en sus palabras».

Dejo para cada cual la reacción a estos derroches de pasión por la lengua propia, esos adjetivos exaltados, esa entrega tan total como ingenua. He evitado expresamente buscar (o encontrar) una exaltación semejante de algún erudito de Bilbao, pues es probable que tomara la propia lengua por una única, universal, llegada directamente del paraíso terrenal y a partir de la cual derivaran todas las demás del mundo. Mejor lo dejamos así que a ver a qué estamos, ¿a setas o a Rolex?