Tiene apenas 30 años y una historia de hambre a sus espaldas. Tiene hambre y la ignora. Su cuerpo pide alimento y su cerebro lo ignora. No vamos a comer todavía, le dice. No hasta que yo lo diga. Para que sepas quién manda. Para que aprendas a controlarte un poco. Vamos a andar, dice su cabeza, vamos a subir escaleras, vamos a gastar calorías. ¿Calorías?, ¿cuáles? No importa, tienes demasiadas.

Es poca cosa, es, naturalmente, una princesa muy delgada pero tiene una inteligencia que le ocupa la mitad del cuerpo. Aunque gaste tanta energía en controlar lo que come, su inteligencia le da todavía para mucho más. Es lista, es trabajadora y es curiosa. Es muy buena persona. Con todos, excepto con su cuerpo, se hace a sí misma lo que no le haría a nadie. Y a pesar de todo, le gusta vivir, le gusta ver un partido de fútbol, se apasiona ante un debate político y disfruta de un simple café. Un cortado con leche desnatada, por supuesto.

Come, le decimos todos, come, es muy fácil. Pero no es tan fácil. No es en absoluto fácil controlar nuestra cabeza, ojalá lo fuera. Ana controla su cuerpo, pero no su cabeza y es su cabeza la que manda. Y Ana sabe que algo dentro de ella no funciona bien, que algún circuito neuronal sabotea su supervivencia. El sistema inmunitario del cerebro ha dejado de funcionar, ha equivocado su estrategia y se dedica a evitar que el cuerpo se alimente.

Ana lucha contra su cabeza y no sabe cómo explicarnos que sí, que ya quisiera comer… pero que no puede. Que no se lo digamos más, porque simplemente no puede. Que le expliquemos a sus neuronas cómo dejar de sabotearle, que le enseñemos algún camino de salida, que hagamos algo porque algún día ella no va a poder más. Y lo único que nosotros hacemos es decirle que coma, que es muy fácil.