Los amigos que me descubrieron un autor, un libro, tienen un lugar especial en mi estima. Me siento agradecida y en deuda porque ¿cómo no agradecer que te hayan descubierto un autor que te ha hecho disfrutar intensamente? Al amigo que me regaló Elena Ferrante se lo puedo perdonar todo, de aquí hasta que se muera, puede ser un engreído o un soso, yo solo veré a la persona que me hizo un grandísimo regalo. Está también Esther, a la que últimamente veo poco porque ya no trabajamos juntas, pero de la que nunca olvidaré que me dijo, «Gemma, tienes que leer un libro» y ese libro era «Tenemos que hablar de Kevin», de Lionel Shriver. Y no solo me emocioné sobremanera con «Tenemos que hablar de Kevin», sino que leí todo lo que Lionel Shriver había escrito hasta ese momento. Y está Javier que me ha regalado tantos libros y al que le debo, entre tantos, todo lo que he disfrutado con Donna Leon.
Hay autores que nos llegan de la mano de escritores, si Andrés Trapiello menciona en alguno de sus diarios que le está gustando mucho un libro, corro a buscarlo. Puede ser que no coincida y que me decepcione, pero yo no paro hasta no encontrar el libro, si le gusta a Trapiello me tiene que gustar a mí.
Y luego están también los amigos con los que comparto la pasión por un autor. Si veo un libro nuevo del escritor que compartimos, corro a poner un whatsapp a aquel o aquella a los que sé que les gusta. No me da tiempo ni a salir de la librería sin hacerlo.
Me gusta pensar que otro tanto habrá ocurrido conmigo, que he recomendado libros que le han gustado mucho a alguien y que me recuerda cuando ve el libro en una balda de casa. Y ya si el libro es mío… seguro que se acuerdan doblemente.
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