La primera vez que J ingresó en un centro psiquiátrico tenía solo 18 años. Su psicólogo recomendó un tiempo muerto y a él le pareció buena idea quitarse de la circulación y descansar un poco.

El centro era una especie de casona-caserío rodeado de verde y situado en la mitad de un monte, un sitio precioso y tranquilo en el que el paisaje interior era el que te ponía los pelos de punta. Cuando cruzamos el vestíbulo varios internos deambulaban con la mirada perdida, un hombre insultaba a gritos a las auxiliares y una mujer dormitaba con la cabeza apoyada en un radiador. Sin duda el panorama era peor que mis recuerdos de «Alguien voló sobre el nido del cuco».

Allí dejé a J, 18 años, y allí se quedó una parte de mí. Me sentí vacía, perdida, ausente… no quería hablar de ello ni que me consolaran, solo quería estar sola por ver si mi interior se iba recuperando, por ver si podía recomponer los cachitos de mi alma.

Cuando tienes un hijo que requiere tanto cuidado, no es fácil asumir que sea cuidado por otros, que tú no vas a saber cómo está. Las normas del centro eran estrictas: en una semana no podíamos verle ni llamarle, pero ¿cómo podría yo estar una semana sin saber de él? Llamé al día siguiente deshaciéndome en disculpas. Me dijeron que estaba bien y que había dormido bien. Era el 30 de diciembre, plenas navidades, no sé si le di pena al siquiatra o si les venía bien tener menos gente ingresada en esas fechas pero me dijo que para Reyes le darían permiso para salir. Obvia decir lo contenta que me puse.

J era el más joven de todos los pacientes del centro pero enseguida congenió con una chica de 22 años con la que se ennovió y que terminó siendo su ilusión de cada día mientras estuvo ingresado. El instinto de supervivencia de mi hijo siempre ha estado muy desarrollado, mucho más que el de su madre.