«El lenguaje de los primeros años -es fácil atestiguarlo- resulta caprichoso, personal, intenso, cualquier cosa menos un lenguaje oficial. Hay en él un bello, y bellamente inconsciente, desparpajo.

Los primeros vínculos que se entablan con las palabras son siempre apasionados. Todos recordamos de nuestra infancia palabras amadas a veces por su sonido, palabras salvajes, incomprensibles otras, palabras que no se dejaban atrapar, palabras antipáticas o ridículas. Las palabras estaban vivas, eran bichos sonoros que se aparecían de pronto en distintas situaciones de la vida y se teñían de lo que esas situaciones nos significaban. No había acepciones oficiales, sólo había palabras mías, vinculadas a mi vida. Conocí a un niño de tres años al que no se le podía decir «querido». «Querido» era para él una palabra nefasta. Tal vez porque la madre solía comenzar así sus retos: «bueno, querido…», y «querido», entonces, presagiaba tormenta. Lo cierto es que «querido» tenía para él un significado malo, no importaba cuál fuese el significado oficial. Él le había construido otro, tal vez impreciso pero intenso, a partir de sus experiencias.»

 

Graciela Montes: El Corral de la Infancia