Alexander adoraba los números y yo le adoraba a él. Pasábamos las tardes haciendo ecuaciones aunque yo lo que en realidad despejaba era la incógnita de saber si seguir o no con él. Hacíamos muchos números pero no los referidos a la hipoteca, como las demás parejas, sino aquellos que Alexander denominaba primos, negativos o irracionales. Lo que era irracional era mi pasión por él, pero ¿acaso no lo son todas?

Él me explicaba la importancia del número cero y yo pensaba en el infinito. Me decía que los árabes habían inventado el algoritmo y yo le respondía que esa palabra tenía la misma raíz que guarismo. A veces le preguntaba si el número cero era par o impar, más por ver sus ojos abrirse desconcertados que porque me importara un pimiento la naturaleza de un número tan tonto.

Cuando le propuse irnos a vivir juntos él me habló de la propiedad asociativa y de que el orden de los factores no alteraba el producto y yo volví a preguntarme si seguir con aquel magnífico ejemplar de hombre o recobrar la cordura. ¿Nos pasaríamos la vida siendo un par de paralelas que nunca se encuentran? ¿Llegaríamos algún día a ser perpendiculares?, e incluso, ¿nos multiplicaríamos?

Quizás si se lo planteo a Alexander esboce un teorema que concluya en una solución. Por cierto, teorema y teoría tienen la misma raíz.