A eso de media tarde una pareja se sienta en las mismas sillas y a la misma mesa del mismo bar. Es la terraza de un bar de barrio. Ante ellos la ancha acera, los coches aparcados en batería, la casa de enfrente. Todos los días. La forma en que pasan el tiempo juntos, una pareja de mediana edad, parece indicar que están bien el uno con el otro y, sin embargo, raramente se hablan. Quizás simplemente se tienen apego. No hace falta quererse, dicen los sicólogos, basta con el apego. Me pregunto si les llevará la afición a la bebida, si luego, cuando yo no les veo, se irán a otro bar y así pasarán las tardes, bebiendo mansamente, acallando el aburrimiento en el que parecen estar sumidos.

Les veo muchas tardes e incluso algunas mañanas y su actitud me lanza preguntas. ¿Por qué no cambian de bar?, ¿por qué no van a dar una vuelta por el paseo del río, tan cerca?, siquiera ¿por qué no traen un libro? A veces me envían una densa nube de tristeza y desasosiego. ¿Eso es la vida?, ¿estar viéndola pasar? ¿matar las tardes? Imagino que a una hora determinada se irán a casa, siempre a la misma, se servirán la cena, siempre la misma, y verán la televisión, siempre los mismos programas. No sé por qué me inquietan, por qué me hace tantas preguntas verlos ahí, tan tranquilos, sentados a una mesa de bar todas las tardes.