«En los primeros años es imposible concebir el lenguaje como una convención entre humanos; el lenguaje es algo que nos sucede. Algo concreto e intensamente histórico que lleva incorporado el tiempo, el acontecer personal, la propia vida.
Al igual que otros sucesos de nuestra vida, ese lenguaje que nos sucede suele tomarnos por sorpresa. Nunca sabemos bien con qué cara se nos va a presentar. Está siempre haciéndose a sí mismo, mutando. Las palabras no tienen un significado único, siempre el mismo, sino que pueden generar un significado en una situación y otro en otra. Incluso tener varias lecturas y evocar más de un significado al mismo tiempo. Nos desconcertaba que Santiago, en su media lengua, llamase «pam» a la pelota y también a la bañera, pero sólo cuando estaba llena de agua. Nos parecía un maridaje demasiado extraño. Sin embargo, pensándolo bien, ¿acaso no «se arroja» uno al agua como se arrojan las pelotas?; ¿acaso las pelotas no «salpican» como gotas en el suelo? Las palabras son de veras extrañas, y es necesario tenerlas bajo observación permanente.
Frente a este lenguaje subjetivo, personalísimo del flamante hablante, el lenguaje de adulto se percibe como más «oficial», sobre todo más deshistorizado, desprendido ya de las situaciones vividas. No porque las palabras no lo exaltaren o le duelan al adulto. También para él habrá, como para el niño, palabras propiciatorias, palabras tabú y palabras desprestigiadas, pero tal vez sean las que colectivamente se consideren propiciatorias, tabú o desprestigiadas.»
Graciela Montes: El corral de la infancia
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