El acento siempre nos delata, no importa cuánto intentemos disimularlo, cuánto nos esforcemos, el acento está ahí como si de una marca de nacimiento se tratara, aunque si lo pensamos bien, eso es exactamente lo que es. Si vamos a vivir o a trabajar a otro país, nuestro acento dirá a los cuatro vientos que somos extranjeros y sin embargo, a menudo no somos para nada conscientes de ello.

Más de una vez me han preguntado en Madrid si era de Bilbao o del Norte, lo que me ha sorprendido porque para mí mi forma de hablar, mi acento, es el mismo que el del resto de los habitantes de Madrid. Y, sin embargo, ellos se dan cuenta, no solo de que no soy de Madrid, sino de que soy del Norte.

Si a esto le añadimos la circunstancia de vivir en una zona de lenguas en contacto, las palabras en euskera que se nos deslizan sin querer, por ejemplo, un donostiarra o un guipuzcoano jamás dirá tobogán  siempre dirá txirristra, el diagnóstico está hecho.

Todos creemos en España que hablamos un castellano estándar, quizás los andaluces sean los más conscientes de su acento, pero de hecho ninguno lo hablamos, todos llevamos la marca de nacimiento impresa en nuestra forma de hablar.