Vamos al Txiki Park con los niños una tarde de domingo. Es un local grande pintado de colores agresivos de esos que tienen piscinas de bolas, txirristras y obstáculos recubiertos de un material blando. Los niños enloquecen, suben y bajan, se tiran de cabeza y saltan hasta quedar sudorosos y sofocados.
Hay una zona inhóspita con mesas corridas y bancos para los adultos donde matamos el tiempo mirando el móvil, un poco aturdidos ante tanto ruido y tanto estímulo. Levanto la vista y me fijo en una pareja que se hace carantoñas como si tuvieran dieciséis años. Me olvido de los colores brillantes, de las bolas y los gritos y les lanzo vistazos llenos de sonrisas. Ya no son veinteañeros y si están aquí es porque tienen algún niño por ahí jugando a ser superhéroe. Ajenos a los focos y a los gritos, ellos se susurran al oído, se besan con ternura y sonríen, los ojos bajos, quién sabe por qué. Y me alegro en la sorpresa porque a pesar de la convivencia y la rutina de su matrimonio, ellos se quieren.
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