Decía hace poco Rosa Montero en un artículo precioso que todos los duelos son diferentes. Debe ser un denominador común del dolor, pues también Tolstoi decía que las familias desgraciadas lo son cada una a su manera.

Mis padres iban cada viernes, el día de la semana en que murió mi hermano, al cementerio. Limpiaban la tumba, le ponían flores y les parecía que habían hecho algo por él, incluso con él. Y cuando me contaban “hemos estado en el cementerio, le hemos puesto flores a tu hermano, le hemos llevado unas hortensias, no sabes qué bonito ha quedado”, casi me daba alegría porque de alguna manera seguía teniendo un hermano puesto que hablábamos de él.

En cambio, yo no encontraba ningún consuelo yendo al cementerio. Allí solo había una lápida con su nombre, me resultaba imposible pensar que aquello tenía alguna relación con mi hermano. Le recordaba tanto que quité cualquier cosa que me lo recordara más todavía: quite las fotos, no quise nada suyo a la vista porque estaba en mi cabeza todo el día. Su ausencia era un clamor tan grande que debía evitar elementos suplementarios. Si mi hijo hacía una gracia pensaba en cómo se reiría mi hermano cuando se lo contara, si escuchaba una noticia de un ciclista iba al teléfono para ver si él ya lo sabía. Pensaba en vacaciones y me preguntaba cuáles serían sus planes. Tres meses antes de Navidad me ponía enferma pensando en su silla vacía. Eran tantas las heridas de su recuerdo que mi única forma de sobrevivir a ese duelo era evitar recuerdos externos.

Algunos buscan sembrar su vida de cosas del que ya no está para que parezca que todavía vive y otros, como yo, eliminan todo lo material porque el que falta habita tanto en nuestro interior que es imposible sobrevivir de otra manera.