Los primeros diccionarios no estaban pensados para albergar la definición de todas las palabras de un idioma, sino solo para recoger el significado de las palabras consideradas difíciles, porque ¿para qué incluir en un diccionario palabras que todo el mundo conocía? Además hay que tener en cuenta que quién tenía acceso a los diccionarios, cuando estos nacieron, no era alguien cuasi analfabeto o iletrado, sino que eran precisamente los que conocían el idioma y sabían escribir los que buscaban hacerlo mejor con la ayuda de un diccionario.

Los primeros diccionarios se centraban, bien en palabras extranjeras que había adoptado la lengua de que se tratara, bien en palabras nuevas que había producido esa lengua y que no eran conocidas por todos. Así pues, esos diccionarios eran material didáctico por naturaleza, servían para mejorar la educación de quienes ya estaban educados.

La situación empezó a cambiar a partir del siglo XVII, si los diccionarios podían explicar las palabras cultas que la gente desconocía ¿por qué no hacer un diccionario con las jergas que todo el mundo desconocía? En la Inglaterra isabelina, por ejemplo, se hicieron populares las novelas de estafadores, criminales y ladrones y como este grupo tenía su propio lenguaje hizo falta un diccionario que las hiciera inteligibles. Se escribieron diversos diccionarios de «jerga delictiva» y lo más curioso fue que se vendieron como rosquillas.