Me cuesta llegar a casa porque sé que estará vacía. Cojo el camino más largo y cuando llego entro en el supermercado. Deambulo por las estanterías sin poder recordar qué me falta. Solo me acuerdo de las magdalenas. Me pregunto si comprar chocolate bien negro, ¿con almendras o con avellanas? Me paro en el armario de los vinos blancos pero no me decido por ninguno. Me pongo a la cola y no me importa que haya gente ni que una señora se eternice contando el cambio. Mejor, así demoro un poco más la llegada.
Y cuando subo a casa, por las escaleras, la encuentro todavía caliente y con la puerta de su cuarto cerrada. Se ve que leyó mi post y la ha cerrado él mismo para que no vea su cuarto vacío. Sé que no está lejos, sé que volverá, que hablaré con él esta misma noche pero nada de eso me evita el pellizco en el estómago, la nostalgia de los días pasados y finalmente, los ojos llenos de lágrimas. Me gustaría ser más fuerte, más práctica, que no me importara… pero me digo que esto es lo que hay y que todo no se puede controlar.
Comentarios
Es difícil saber qué decir.
¡Ay, estas madres!, diría yo…
Feliz año, Antonio.