Hubo un tiempo en el que los dioses del Olimpo, aburridos de vivir siempre entre montañas, decidieron edificar una ciudad junto al mar, una ciudad donde pasar largas temporadas descansando de los pesados requerimientos de los mortales. Se reunieron los dioses y diosas, los héroes y titanes con objeto de acordar los pormenores de su futura residencia.
Según Poseidón, dios del mar y de los océanos, ya era hora de que dejaran el Mediterráneo, estaba tan lleno que parecía un lago, no había rincón donde no se encontrara un argonauta rezagado, alguno de los guerreros de Ulises o, incluso, una ninfa descarada. Decididamente se les había quedado pequeño. Apolo, el de indiscutible belleza, sugería un sitio donde el clima no fuese riguroso, un lugar protegido en el que el sol fuese más un regalo que un vigilante implacable.
Pero, ¿cómo podremos vivir en la llanura? -inquirió Palas Atenea-, lejos de las montañas donde siempre hemos habitado me sentiré perdida. Y, ¿cómo podrán mis ojos ser tan verdes como son -intervino Afrodita- si no viven entre fértiles valles? La asamblea toda se estremeció ante la posibilidad de perder el placer de contemplar a Afrodita en su inmensa belleza.
Y así, tras largas deliberaciones y tensas horas de discusión, los dioses y las diosas, los titanes y los héroes llegaron a un acuerdo: construirían una ciudad al borde del mar y entre montañas, acariciada por el sol pero nunca poseída por él, una ciudad que acogiera sus juegos y sus juicios, sus alegrías y sus discordias y, por supuesto, sería una ciudad rodeada de valles verdes para que los ojos de Afrodita siguieran siendo los más bellos del Olimpo.
Decidieron enviar expediciones a lo largo y ancho del mundo, eso sí, fuera del Mediterráneo, con la tarea de encontrar un lugar que reuniera las características deseadas. Y partieron los argonautas y Hermés, el embajador de los dioses, y Atlas, el dios de las montañas, y Dédalo con sus frágiles alas.
Y mientras, en todo el Olimpo no se hablaba de otra cosa. ¿Cuánto tiempo tardarían? ¿Por qué no llegaba el mensajero?, Penélope, habituada a la espera, sugería que se pusieran a imaginar cómo sería la ciudad y qué tipo de clima desearían exactamente. Y sus mentes divinas crearon difusamente días soleados y frescos en los que el mar adquiría un tono azul ribeteado de pequeñas olas de azúcar. Y otros días tenazmente grises en los que el mar se juntaba con el cielo y era imposible determinar dónde empezaba uno y dónde terminaba el otro. Y sería una tierra que conociera toda la gama de los fenómenos atmosféricos: desde los temporales más encarnizados hasta la nieve más suave, de manera que sus habitantes nunca se aburrirían, pues el solo discurrir de las estaciones era suficiente espectáculo.
Y como hasta entre los dioses todo pasa y todo llega, amaneció el día en que los expedicionarios regresaron con la certeza del triunfo en su mirada: habían encontrado el lugar desde el cual no se deseaba ningún otro, el lugar adecuado para vivir seres inmortales.
Partieron todos los dioses en el carro alado de Eolo, alegres y excitados como niños, y encontraron un enclave más hermoso de lo que habían podido imaginar: ¡La bahía era perfecta! ¡Y la isla como de juguete! ¡Las montañas se inclinaban suavemente sobre el mar!
Y mientras los dioses se extasiaban y regocijaban contemplando la ciudad en la que iban a vivir, Prometeo, el descubridor del fuego, trabajaba forjando un regalo con el que los dioses inmortales perdonaran su condena infinita: construía una barandilla tan hermosa que se convertiría en el símbolo de la ciudad y él, Prometeo, volvería a ser inmortal como los demás dioses, porque nunca le agradecerían suficiente su regalo.
Comentarios
Gemma, te olvidas que hoy no hubiera sido posible la construcción de esta ciudad. Los movimientos «ecologistas» se habría opuesto a que un arenal-en la desembocadura de un río- se convirtiera en una ciudad. Es lo que acontece en Santoña desde hace años.
¡Sonría, por favor!
Ciertamente, no he contado con esa posibilidad. Aunque como eran dioses, y no había entre ellos ningún ecologista, seguro que, con arenal o sin él, hubieran construido la ciudad.