Sucede a menudo que el idioma que hablamos nos lleva a discutir sobre él mismo, sería un caso de metadiscusión, supongo. En España llevamos un tiempo con la discusión del género, ¿hay que decir todos y todas?, ¿hay que buscar un signo que represente a los dos géneros? ¿hay que asumir que se diga todos de un grupo en el que hay diez mujeres y un hombre? En Francia cada cierto tiempo discuten acerca del abismo existente entre la escritura y la pronunciación y en Portugal y Brasil reflexionan sobre cómo evitar que el portugués brasileño se aleje del portugués de Portugal.
Esos son unos pocos ejemplos de situaciones en las que algunos utilizan el lenguaje como activismo. Así como hay militantes de izquierdas o militantes de derechas, hay militantes del lenguaje. Y es que hay ciertos cambios en el lenguaje, a menudo provocados por impulsos sociales, que suscitan una reacción beligerante en algunas personas. Y no solo a nivel político o social, sino también personal, recordemos, por ejemplo, la oposición de muchas personas ante la norma de la Academia de escribir «solo» sin acento en todos los casos.
Consideramos el lenguaje nuestro. Nuestro y de nuestra familia, de nuestro grupo social, de nuestro país y nos revolvemos ante los cambios pensando en algunos de ellos como si fueran una catástrofe, sin darnos cuenta de que el lenguaje que hablamos es el resultado de muchos cambios que sucedieron en el pasado, antes de que nosotros naciéramos, antes de que habláramos, porque si algo es el lenguaje es un proceso, un activo en constante evolución, un inmenso acervo siempre en marcha.
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