Emiliano Monge realiza en No contar todo un ejercicio que a ratos recuerda al psicoanálisis. Cuenta la historia de tres generaciones: su abuelo, su padre y él mismo, y lo hace a través de tres voces distintas utilizando una persona gramatical para cada personaje: el abuelo en primera persona, el padre en segunda y el autor -el hijo- en tercera persona. Hay otra voz que es el silencio. «Pensé mucho en Beckett cuando decía que se pasó la vida buscando la voz de su silencio. Siempre me ha acompañado esta frase y en esta novela creo que logré, por primera vez, encontrar la voz de mi silencio”, comenta el autor.

Es esta una familia con una extraña predisposición a desaparecer, por lo tanto, a abandonar a los demás. El abuelo desaparece para librarse de sí mismo, el padre para poder ser otra persona y el hijo… el hijo va y vuelve y decide contar la historia de todos por ver si de esa manera exorciza los demonios que lleva dentro. «Eso no hay quién te lo crea. Además, ya te lo dije, desde hoy no me preocupa. Lo he pensado y desde hoy ya no me importa. Puedes decir lo que prefieras: lo que soy o lo que crees tú que yo he sido. Es tu obra y no voy a meterme. Además, como Belén también me dijo ayer: Tu hijo no es tan tonto como para escribir sólo lo malo, como para no contarlo todo» y estas palabras del padre dan título a la historia.

Es un libro valiente y arriesgado, tanto en la forma como en el contenido. Hay partes contadas a modo de diario del abuelo, con entradas muy cortas y sucintas, y hay partes narradas a modo de conversación con el padre en las que se eluden las respuestas del hijo, de Emiliano, con un resultado muy logrado en las que el lector se ve a sí mismo completando las respuestas que se omiten.

Una especie de frío recorre el libro, un sufrimiento larvado, tanto de los que abandonan como de los que son abandonados, todo ello encuadrado en un país sumido en la violencia y el caos.