Es curioso cómo los detalles nos hacen penetrar en la realidad, cómo percibimos lo general a partir de lo particular. Cuántas noticias no hemos oído de Venezuela y, sin embargo, basta leer esta novela para entender el infierno que debe ser estar atrapado en aquel país. Es ficción, cierto, pero al leer la novela la imaginación la va situando en los escenarios que vemos en las noticias.

El libro comienza con la muerte de la madre de Adelaida, la protagonista: «Enterramos a mi madre con sus cosas: el vestido azul, los zapatos negros sin cuñas y las gafas multifocales». Siempre estuvieron las dos solas, madre e hija, con lo que a la muerte de la madre, la hija se queda sola. Trabaja corrigiendo textos para editoriales españolas lo que es un salvavidas en un país en el que todo escasea, desde los alimentos más esenciales, hasta la electricidad (¿ficción o realidad?). Salir a comprar compresas, por ejemplo, significa jugarse la vida, aparte de que es un elemento de lujo nada fácil de encontrar ni de pagar.

Muchas personas se suman a los llamados Hijos de la Revolución, comandos que acosan y asesinan a los contrarios al Gobierno, no por ideología sino para así poder conseguir algún alimento. Adelaida vive sola en un país regido por la ley de la selva. Un día al volver a casa su piso ha sido ocupado por unas mujeres afines al régimen que se apropian de todo y a las que enfrentarse puede significar la muerte. Se queda sin tener dónde vivir y sin poder hacer nada. Nada en absoluto.

En la contraportada del libro el editor de la novela en Alemania dice: «La novela se expandió por toda la editorial como un incendio, sus escenas nos perseguían día y noche» y eso es exactamente lo que me ha sucedido a mí que un par de semanas después de haberla terminado, sigo en estado de shock pensando cómo debe de ser eso de que vuelvas a casa y la encuentres ocupada y no tengas dónde ir.