Cuando leo acerca de las dificultades de los extranjeros para aprender nuestro idioma no dejo de sentir una especie de alegría íntima -no soy la única a la que le cuesta aprender un idioma ajeno- y mucha curiosidad: ¿qué es lo que resulta más difícil?, ¿los tiempos verbales?, ¿la pronunciación? Y últimamente siempre me acuerdo de James Rhodes, de sus peleas con el español y de cómo las comparte con todos a través de Twitter. Esta entrada va por él.

«Cada día, cada hora, casi en cada oración, al pobre lo mortificaban las preposiciones. Esas manchitas del idioma que vuelven locos a los extranjeros. Los tiempos verbales no le costaban menos trabajo. Al principio siempre agradecía en pretérito. Cuando comprábamos tabaco, por ejemplo, decía antes de irse: Muchas gracias por haberme vendido cigarrillos. O, si pedía cualquier información por la calle: Agradezco la amabilidad que ha tenido conmigo. Los demás se quedaban extrañados.

Tenía fijación con los infinitivos. Para él eran la expresión perfecta del verbo, la más universal. Le chocaban nuestros modos de pasado y futuro. No comprendía por qué había que dividir el tiempo tan rígidamente. Le parecía, yo qué sé, un error filosófico. Por lo visto, en su idioma el pasado es único, continuo, con una sola forma. No lo separan en imperfecto, pluscuamperfecto y todas esas cosas que yo consideraba naturales. Y que de pronto, al tratar de explicárselas, a mí también me resultaban absurdas.

Cuando empezamos a salir, le pedí que me diera clases de japonés. Ça marchait pas. Dos novios de esa edad son incapaces de estudiar juntos sin distraerse en otros menesteres. Lo intenté hasta que me vencieron los obstáculos. También la pereza, supongo. Porque él no paraba de mejorar su francés. Me gustaría creer que aquellas cartas de amor que nos cruzábamos, tan febriles y largas, fueron de alguna ayuda.»

Andrés Neuman: Fractura