El kintsugi es un tipo de artesanía japonesa que consiste en reparar un objeto roto uniendo sus trozos con polvo de oro. No se trata de disimular las grietas sino, precisamente, de mostrar su belleza. El protagonista de Fractura, Yoshie Watanabe, ha vivido dos momentos terribles en la historia de Japón: la explosión de la bomba nuclear en Hiroshima, que le pillo yendo a la escuela de la mano de su padre y, ya en su vejez, el terremoto de Japón de 2011 con el consecuente tsunami y la afectación de la planta nuclear de Fukushima. Es, pues, un auténtico superviviente.

La novela trata de contar qué hacemos con las fracturas que se producen en nosotros a lo largo de la vida y cómo conseguimos unir los trozos resultantes. La vida de Yoshie Watanabe transcurre en cuatro ciudades distintas: París, Nueva York, Buenos Aires y Madrid, con una mujer diferente en cada una de ellas. Ellas son las narradoras de la vida de Yoshie, además de un periodista argentino que intenta infructuosamente hacerle una entrevista. Cada ciudad y cada mujer tienen su propio registro. Yoshie no es el mismo en Nueva York, con la guerra de Vietnam de telón de fondo, o en París, donde vive la revolución de mayo del 68; otro tanto ocurrirá en Madrid y Buenos Aires. Cuatro historias de amor, cuatro lugares diferentes, otras tantas rupturas y sus consiguientes grietas que hay que reparar. Las fracturas del amor, las rupturas que nos dejan hechos mil pedazos y que, en el caso de Yoshie, se reflejan en las cicatrices que dejó la bomba atómica en su cuerpo, un entramado de ramas y ríos y senderos que cruzan su espalda.

Fractura es una novela ambiciosa, de esas en las que hay de todo: historia, amor, dolor… Y unos personajes vivos, felices a veces, desamparados otras, que nos recuerdan cuánto nos gusta leer y a mí, particularmente, cuánto me identifico por el amor por el lenguaje que muestra Andrés Neuman.