Bajamos a cenar al restaurante del hotel. Hay mucho ruido en el comedor. Procede sobre todo de dos largas mesas, en una de ellas mujeres mayores parlotean como niños en el recreo, en la otra mujeres jóvenes ríen felices de tener una noche libre lejos de los hijos y del marido. Elegimos una mesa lo más lejos posible, al fondo del salón. Los camareros se afanan presurosos con más espectacularidad que eficacia. No tenemos prisa, esperaremos. Paseo mi mirada por el comedor y me fijo en una pareja que cena cerca de nuestra mesa. Rondarán los cincuenta años. Ella tiene un libro junto a sus cubiertos, él tiene un móvil. No se hablan ni se miran, solo están sentados a la misma mesa. Imagino que a lo largo de su matrimonio (he escrito martrimonio, sin querer, en un lapsus que daría mucho que hablar a un psicoanalista) han ido desechando temas, no hablemos de política porque no acabará bien la cosa, tampoco de nuestras familias porque discutiremos. Y así va uno dejando de hablar de una cosa y de otra y termina por no poder hablar de nada. El camarero retira sus platos dejándoles más solos todavía. Ella no coge su libro, él no mira el móvil, se ve que guardan las formas. Pensarán que así no es tan evidente su abismo, no hablan pero no se ignoran. Viene el camarero por fin a nuestra mesa y nos trae dos enormes fish and chips.

Mi hijo y yo comentamos lo bien que hemos pasado el día mientras lidiamos con el consistente empanado del pescado inglés. Me olvido de la pareja y la próxima vez que levanto la vista ya no están. Se han ido en silencio, llevándose su soledad a otra parte.