«Traducir del inglés al español a un japonés que se cree políglota se parece bastante a mi peor pesadilla. No se lo recomiendo a ningún colega con la salud delicada. En general, no hay nada más incómodo que interpretar a alguien que cree conocer el idioma de llegada. Se pone suspicaz con cuestiones de principiante, detecta deslices donde hay decisiones, trata de corregirte y te duplica el problema. Yoshie anduvo especialmente cabezadura esa mañana. No hizo ninguna objeción directa a mis versiones, no era su estilo. Al revés que los hombres argentinos, él siempre fue más peligroso en silencio que hablando. Pero cada vez que yo agarraba el micrófono, me miraba de reojo y ponía caritas.

Con lo nerviosa que estaba tardé un rato en avivarme de que, con mucha discreción, Yoshie estaba mirándome las piernas por debajo de la mesa. Cuando un tipo hace eso, hay dos opciones. Si no te gusta (que es lo más común) te ofendés y se lo transmitís inmediatamente. Y si te atrae, no podés evitar sentirte halagada y lo dejás seguir mirando un poquito. Para tranquilizarme y retomar el control de la traducción, probé una variante de la segunda. Levanté un muslo, crucé bien las gambas. Y me despegué de la mesa para que pudiera verme mejor, ya que tanto interés tenía. Su reacción fue largar una tosecita avergonzada y desviar la vista al techo. Ahí supe que iba a invitarlo a tomar un café en cuanto termináramos.»

Andrés Neuman: Fractura