Cuando pasan cosas raras con mi hijo, me subo en el dron. Allí me acomodo y nos miro como si fuéramos otros. La primera vez fue aquella Nochebuena cuando tuvimos que volver a Usurbil en plena noche. Recuerdo que mientras me veía conducir pensaba que parecíamos una película de miedo. Él totalmente contraído, arrebujado en el asiento de atrás y yo subiendo al Centro Psiquiátrico en mitad del monte en una noche oscura y cerrada. Era tan triste que no parecía real. Cuando hicimos el camino de vuelta, con mi hijo ya mejor, aunque todavía muy asustado, él me decía «anda, ama, que ya nos toca pasar cosas raras, ¿eh?», y yo asentía desde el dron.

Hoy hemos venido a una cita con los Servicios Sociales. Después de esperar un rato nos hacen pasar a un despacho sin apenas mirarnos a la cara, ni a él ni a mí. Se ve que estas cosas pasan muy a menudo y que no somos los únicos, como cada uno de nosotros creemos. Al cabo de un rato la trabajadora social me dice que espere fuera y me voy a dar una vuelta en el dron.

Una entrevista más, otro día en el que vamos por ahí, como antiguos viajantes, contando nuestra vida a perfectos desconocidos que apenas nos miran a la cara. Inevitablemente una y otra vez espero que algo bueno salga de la última cita, que alguien mueva un papel, que algún sicólogo encuentre el lugar hecho a la medida de mi hijo. En todas las películas lo hay. El 90% de las historias tienen un final feliz. ¿Por qué no había de tenerlo la nuestra?

Sale el sol y el aire se va templando. Se está bien aquí arriba. Cuando mi hijo termine de responder a tanta pregunta como le estarán haciendo, si es posible que no se enfade después de tanto tiempo, aterrizaré suavemente el dron y nos iremos a tomar un café con leche. Él querrá una palmera de chocolate y yo primero diré que no, que no le conviene, pero después me dará pena y pediré dos cafés con leche y una palmera de chocolate y él me preguntará «¿y ahora qué, ama?» Y yo no sabré qué decirle.