Siempre que sueño con él está vivo. Aparece de repente, bronceado, sonriente y viene hacia mí con los brazos abiertos. Pero, de dónde sales, le digo, pensábamos que estabas muerto. No sabes lo que hemos pasado. Y me abrazo a él a pesar de todo el enfado y me da igual porque está aquí y puedo olerle y oír su voz y en ese momento me doy cuenta de que la había olvidado. En algunos sueños parece que viene de Brasil y en otros parece venir de escalar montañas en Suiza, pero en todos lleva una postal en la mano. ¿Ves?, me dice, si os iba a mandar esta postal para la colección de la ama, pero se me olvidó echarla, está escrita y todo. Cuando me despierto y me acuerdo, sonrío. Vaya, he vuelto a verle, me digo.

Mi padre me llamó aquel 30 de junio para decirme que mi hermano había tenido un accidente con la bici. Apenas alcancé a comprender que había muerto. Me escondí en lo que había que hacer. Buscar a mi madre, a su novia, recogerlas, ir a Pamplona y hacer todos los trámites.

Aguanté el tipo hasta la vuelta a casa, de madrugada, después de dejarle en el tanatorio. Pero cuando mi padre sacó una bolsa de plástico con las cosas que le habían dado en el hospital: la cartera, el reloj roto y una postal, me derrumbé. Ver sus cosas abandonadas fue darme cuenta en ese preciso instante de que mi hermano ya no estaba, de que no volvería a verle ni a escuchar su risa, de que ya nunca volveríamos a recibir la postal que siempre nos mandaba. Me abracé a mi padre y solo entonces lloré.