A mi madre le daban miedo las tormentas. «Santa Bárbara bendita, que en el cielo estás escrita», invocaba sobresaltándose con cada trueno. Mientras duraba la tormenta nos contaba extrañas historias que habían sucedido a causa de los rayos. Una vez un rayo se había llevado un reloj despertador, entró por el balcón y nunca se volvió a ver el reloj. En otra ocasión el rayo trazó una línea en el suelo: desde la ventana por la que había entrado hasta la puerta por la que salió. Todo esto no ayudaba mucho a que mi hermano y yo mantuviéramos la serenidad entre trueno y relámpago.

Aunque era una mujer muy enérgica y fuerte le daban miedo también los ratones, malditos roedores que campaban a sus anchas en aquella casa a ras de tierra. Por las noches mi madre les ponía un cepo de madera con un trozo de queso y a la mañana siguiente me mandaba a mí a ver si había caído alguno y en caso de que así fuera, debía cogerlo por el rabo con dos deditos y tirarlo a la basura. Era impensable decirle a mi madre que no, de forma que me tragaba el asco que me daban y lo hacía cada vez con más soltura.

No tenía ningún escrúpulo, en cambio, en matar una gallina cada vez que se acercaba alguna celebración. Las cogía debajo del brazo izquierdo, les sujetaba el cuello con la misma mano mientras con la derecha blandía el cuchillo. Como las gallinas se debatían ante lo que les venía, mi madre me pedía que les sujetara las patas. Eso sí que se me hacía cuesta arriba, era peor que tirar ratones muertos y soportar estoicamente las tormentas. Esta cría, venga espabila, que luego cuando la tengas en el plato no le harás ascos, me decía impaciente. Y yo le sujetaba las patas a la pobre gallina, mirando hacia otro lado y con los ojos cerrados, por si acaso. La cabeza de la gallina caía limpiamente rebanada y alguna vez, incluso vimos alguna que salió corriendo sin cabeza.

Hay quien sueña con una idílica vida en el campo, yo, la verdad, prefiero ir al supermercado a comprar las pechugas de pollo.