Esta cita que les traigo hoy no tiene nada que ver con las palabras, los idiomas o la lengua en general. Sí tiene mucho que ver con la literatura. Me parece magistral la forma en que Rachel Cusk, una escritora canadiense de la que les he hablado hace poco, relata ese momento incómodo en el que un hombre, conocido y amigo, intenta dar un beso a una mujer que, aunque conocida y amiga, no lo desea. Al mencionar «el enorme pico que tenía por nariz», «sus manos como garras» y «sus secas alas de murciélago» se cuela en nuestro pensamiento, además de la idea de un animal, el asco, esa sensación tan desagradable que no sabemos de dónde viene y que no podemos controlar.

«-Llevo tiempo preguntándome por qué me siento tan atraído por ti -dijo.

Su tono era tan trascendente que no pude reprimir una carcajada. Aquello lo confundió y lo dejó algo perplejo, por lo visto, pero aun así se acercó hacia mí; salió de la sombra al sol, lenta pero inexorablemente, cual criatura prehistórica emergiendo de su cueva. Se agachó, rodeó con torpeza la nevera portátil que yo tenía a mis pies y, de lado, fue a abrazarme pasándome un brazo por los hombros mientras trataba de que su cara tocara la mía. Me llegaba el olor de su aliento y sus pobladas cejas grises me rascaban la piel. El enorme pico que tenía por nariz asomaba imponente a un extremo de mi campo visual, sus manos como garras, con su pelo blanco, me sobaban los hombros; por unos instantes me sentí envuelta en su grisura y su aridez, como si la criatura prehistórica estuviera estrechándome entre sus secas alas de murciélago. Noté que su escamosa boca erraba el blanco y, a ciegas, se desviaba hacia mi mejilla. El trance lo pasé rígidamente inmóvil, con la vista al frente, clavada en el timón, hasta que por fin se apartó y regresó a la sombra».

Rachel Cusk: A contraluz