Hay una hora en la tarde, cuando el sol se acerca al horizonte y la luz se vuelve violeta en la que siento una tristeza incomprensible. No voy al colegio y cada tarde mi madre, y a veces mi abuela, me sacan a pasear hasta una casita cercana. Allí en la terraza paso la tarde en una hamaca tomando el sol, ligeramente tapada con una manta. Algunos días leo, otros solo miro a mi alrededor. Recuerdo pájaros y nuestro perro, Beltza, y a mi madre haciendo labores y charlando con las vecinas. Recuerdo la radio también. Ahora sé que estaba enferma del pulmón. No recuerdo dolor alguno, solo una especie de laxitud de piernas y brazos, una languidez general y, sobre todo, una tristeza infinita que se agudiza al ponerse el sol.
Aquella casa, igual en su construcción a la que nosotros ocupábamos, se llamaba Villa Juanita y era más soleada que la nuestra, una pequeña casita en la que vivíamos cuatro familias. A nosotros nos correspondía una pequeña huerta en la que mi madre cultivaba tomates, vainas, cebollas, puerros… y donde había instalado un gallinero con gallinas y conejos. Uno de nuestros vecinos era una familia con cinco hijos varones, más malos que arrancados, con los que me peleé ferozmente más de una vez, casi siempre por defender a mi hermano, más pequeño y demasiado pacífico.
A veces me viene este recuerdo que se me aparece muy nítido y del que me queda esa luz violeta del atardecer y la tristeza, como una lluvia fina que lo empapa todo.
Comentarios
Precioso relato.
Gracias, Fernando.
Entrañable relato, Gemma. Además de recuerdos similares, me ha traído a la memoria una novela de Montserrat Roig, «La hora violeta». En su día, me gustó mucho. Tu admirado Sergio del Molino tiene un libro con el mismo título, pero ése no lo he leído.
Esa novela de Montserrat Roig yo creo que no la he leído, al menos no me acuerdo. El libro de Sergio del Molino es precioso, aunque muy triste.
Gracias, Juanjo.