Hay una hora en la tarde, cuando el sol se acerca al horizonte y la luz se vuelve violeta en la que siento una tristeza incomprensible. No voy al colegio y cada tarde mi madre, y a veces mi abuela, me sacan a pasear hasta una casita cercana. Allí en la terraza paso la tarde en una hamaca tomando el sol, ligeramente tapada con una manta. Algunos días leo, otros solo miro a mi alrededor. Recuerdo pájaros y nuestro perro, Beltza, y a mi madre haciendo labores y charlando con las vecinas. Recuerdo la radio también. Ahora sé que estaba enferma del pulmón. No recuerdo dolor alguno, solo una especie de laxitud de piernas y brazos, una languidez general y, sobre todo, una tristeza infinita que se agudiza al ponerse el sol.

Aquella casa, igual en su construcción a la que nosotros ocupábamos, se llamaba Villa Juanita y era más soleada que la nuestra, una pequeña casita en la que vivíamos cuatro familias. A nosotros nos correspondía una pequeña huerta en la que mi madre cultivaba tomates, vainas, cebollas, puerros… y donde había instalado un gallinero con gallinas y conejos. Uno de nuestros vecinos era una familia con cinco hijos varones, más malos que arrancados, con los que me peleé ferozmente más de una vez, casi siempre por defender a mi hermano, más pequeño y demasiado pacífico.

A veces me viene este recuerdo que se me aparece muy nítido y del que me queda esa luz violeta del atardecer y la tristeza, como una lluvia fina que lo empapa todo.