Dice que solía entrar en casa cantando bajito, como para sí mismo, aunque en realidad cantaba para ella. Cuando ella le oía deseaba que, en lugar de en ese piso práctico y bien distribuido, vivieran en una casa antigua con un pasillo largo de madera por el que tuviera que seguir cantando bajito hasta que la encontrara. No bien escuchaba la llave en la puerta, ella se quedaba quieta y callada para que nada interrumpiera esa voz seductora y tenue que, poco a poco, se iba acercando. Dice que algunos días se acerca sin dejar de cantar y, muy despacio, posa la boca en su nuca y allí se acaba la canción.

Me lo cuenta y pienso que me gustaría vivir algo así, un amor de esos no por cotidianos menos inmensos, esos amores que no son de novela, que no ahogan, que no necesitan palacios sino que transcurren en pisos de 70 metros cuadrados. Amores aburridos que, aunque instalados en la cotidianidad y en la rutina, se saben eternos. Personas enamoradas que viven serenas más que apasionadas. Viven una vida salpicada de sal en un piso pequeño lleno de esquinas donde darse un abrazo.