Ser madre es ser vulnerable por definición. Tener hijos es atreverse a sufrir. También a disfrutar mucho, pero nunca me sentí tan vulnerable como cuando supe cuánto quería a ese bebé precioso que cruzaba sus ojos con los míos y reía lleno de felicidad. Me conquistó cuando me di cuenta de que al oír el tintineo de las llaves gateaba excitado por el pasillo para esperarme frente a la puerta alzando sus bracitos hacia mí. Le abrazaba y no había en el mundo nadie tan feliz como él y yo. Si me asomaba a su cuna gorjeaba contento, si le hablaba suspendía toda actividad y me miraba con una seriedad digna de un profesor de matemáticas. Cuando nació pensé que me había equivocado, ni rastro de instinto maternal en mí. Pero nos fuimos conociendo y cada día me gustaba un poco más aquel bebé que no me recordaba a nadie. Se dejaba abrazar, se dejaba querer, se acomodaba contra mí y ese parecía ser para él el lugar más seguro del mundo. Me gustaba su olor, entraba en su cuarto y el olor que despedía era lo más agradable que uno se pueda imaginar. A veces le olía la cabecita aspirando todo lo que podía, me llenaba los pulmones sabiendo lo efímero de aquel olor. Cuanto más crecía más me gustaba y al mismo tiempo más vulnerable me sentía. Cumplió un año y me pareció imposible, con tantos peligros acechando, que hubiera conseguido llegar a cumplir 365 días sin haberse roto la cabeza contra un bordillo, sin que su cochecito hubiera sido atropellado, sin que una infección generalizada hubiese acabado con su vida. Uno de estos días es su cumpleaños, uno de los días más felices del año para mí. Zorionak, Martín.
Gemma Torres
Soy una apasionada del lenguaje. Bienvenidos a mi blog.
Comentarios recientes