Nos conocimos trabajando en diferentes departamentos. El suyo era una especie de departamento estrella, aunque en mi opinión era un grupo del que se podría prescindir y todo funcionaría igual. Se dedicaban a las relaciones públicas. Andaban siempre atareados, siempre con pinta de estar haciendo algo muy importante, todo el día colgados del teléfono encargando caterings y sonriendo. Ellas vestían siempre en femenino, llevaban el pelo largo y calzaban tacones. Yo las miraba con recelo y distancia.
La empresa se fusionó y nuestros respectivos departamentos se unificaron. Pasamos a trabajar juntas ella y yo aunque todavía seguíamos sin tener mucho en común. Pero he aquí que la cercanía la hizo humana. Detrás de toda esa eficacia y esos pasos con tacones había una persona de carne y hueso a la que no le gustaba madrugar. Llegaba cada mañana a rastras, se maquillaba en el baño y bostezaba añorando el calorcito de su cama.
Empezamos a colaborar organizando actos, era eficaz, responsable, muy paciente y con mucha más mano izquierda que yo. Para más inri quiso el destino que me tocara sustituirle cuando cogía vacaciones. Y así, como suele pasar cuando somos jóvenes e ignorantes, me di cuenta de que eso de las relaciones públicas era mucho más serio y más importante de lo que parecía. Y fue cuando empecé a admirar a la que ya consideraba mi amiga. Yo no tenía ni la décima parte del «saber estar» que hacía falta para lidiar con tantos, los que eran importantes y los que se lo creían.
Seguí admirando a mi amiga ahora que era capaz de ver más allá del estereotipo de los tacones de diez centímetros. Cambiamos de departamento y nos buscábamos para tomar café. Dejamos de trabajar juntas y de vernos cotidianamente pero ya nos sabíamos amigas para los restos. Ella sabe dónde estoy y yo sé quién es. No fue amor a primera vista pero es amistad de primera. Un beso, Mariasun.
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