Mi madre siempre había querido que su primer hijo fuera una niña y que tuviera los ojos verdes. Me gustaba mucho oírselo contar porque pensaba que estaba destinada a gustarle, que se habría sentido feliz cuando nací porque era una niña y tenía los ojos verdes. Me faltaba algo para hacerle feliz, sin embargo, o quizás me sobraba, y no conseguía saber qué era. Solía comprarle alcachofas con la paga cuando era pequeña porque le gustaban mucho y decía que estaban caras, pero la alegría que le proporcionaba mi regalo no duraba mucho.

Entre mis recuerdos más cercanos a ella están esas veladas en las que esperábamos juntas, escuchando la radio, a que mi padre regresara por la noche con su cargamento de contrabando. Mi madre era modista y le había cosido un abrigo con una especie de compartimientos internos donde transportar las botellas. El cognac Hennessy que mi padre compraba en Hendaia era muy apreciado en los bares de Urnieta y Hernani donde lo revendía. Yo siempre pensaba que una noche no volvería, y no porque le hubiera pillado la Guardia Civil, sino porque para qué volver a casa pudiendo ir a otro sitio.

Esos ratos compartidos, las dos preocupadas pendientes del más mínimo ruido, deberían habernos unido pero no fue así. Había algo más que ser niña y tener los ojos verdes que mi madre quería y yo no tenía. A veces pienso que quizás no era yo y simplemente era la vida, que nunca fue la que mi madre quiso llevar. Debí haberle preguntado, como Mafalda, “ama, ¿qué te hubiera gustado ser si vivieras?».