El 7 de enero de 2015 dos terroristas vestidos de negro entraron en la sede del semanario Charlie Hebdo en París, asesinaron a 12 personas y dejaron heridas otras 11. Uno de los heridos fue Philippe Lançon, el autor de El colgajo.

Philippe Lançon cuenta pormenorizadamente su experiencia, el atentado y todo lo que vino después. Fue sometido a numerosas operaciones para reconstruir su mandíbula, parte de su cara y el labio inferior. Durante este tiempo no podía hablar ni comer e incluso en algunas ocasiones estaba sometido a una traqueotomía. Pasó por dos hospitales: la Salpêtrière y les Invalides, en los que llegó a sentirse tan dependiente que no quería abandonarlos.

En este relato, Philippe Lançon habla mucho del personal sanitario que le cuida, la cirujana jefe que se ocupa de su caso, Chloé, se convierte en alguien de vital importancia para él. En comparación, apenas habla de sus padres, de su hermano que se convierte en su ángel de la guarda, de la relación con su novia chilena.

El colgajo es uno de esos libros que se desean y se temen, un libro que una vez abierto se lee con la emoción suspendida, comprendiendo que la vida es también eso, que un día todo cambie por completo. Porque si ninguno de nosotros hemos pasado por ser víctimas de un tiroteo, por tener que ver a nuestros compañeros y amigos muertos, por sobrevivir a una desfiguración… la mayoría sabemos lo que es que un accidente propio o de alguien querido lo trastoque todo, que nada vuelva a ser lo que era.

Termino con una cita que me parece muy reveladora:

«¿De qué podría escribir en aquella habitación, si no era de mi viaje alrededor de la habitación? Escribir sobre mi propio caso era la mejor manera de comprenderlo, de asimilarlo, pero también de pensar en otra cosa, puesto que quien escribía dejaba de ser por unos minutos, por una hora, el paciente sobre el cual escribía: era un reportero y el cronista de una reconstrucción. Estaba como nunca agradecido a mi oficio, que era también una manera de ser y de vivir, a fin de cuentas: haberlo ejercido tantos años me permitía mantener a distancia mis propias penas justo cuando más lo necesitaba, y transformarlas, como un alquimista, en objetos de curiosidad. Si los muertos resucitaran, me dije sin decírselo a Gabriela, que trabajaba a mi lado sobre Maquiavelo, quizá es eso lo que harían: describir su vida y su final con entusiasmo preciso y con una pena no menos distanciada. Tal vez me había pasado treinta años entrenándome con los demás para llegar a ese momento.»