Los paralelismos entre la expansión del inglés y del latín son, cuando menos, sorprendentes. Durante el primer milenio, el latín se convirtió en la lengua universal de la sociedad europea educada, si bien es cierto que ya para entonces se hablaba con diferentes matices según el espacio geográfico. Estaba la variedad prestigiosa, el latín literario clásico, que se escribía en todo el Imperio Romano. Existían también las variedades habladas cotidianamente, conocidas ahora como latín vulgar, Cicerón se quejaba amargamente de la pronunciación provinciana del latín hablado en la Galia.

Hacia el siglo VIII d.C. existen pruebas de una transformación considerable, hasta el punto de que estaba cambiando la forma de referirse a la propia lengua: la “lingua latina” comenzaba a llamarse “lingua romana” o “rústica romana lingua”. Y a partir del año 900, cuando se encuentran los primeros textos que representan el lenguaje escrito de los galos, ya no podemos hablar de latín, sino que debemos hablar de francés antiguo. Las otras lenguas latinas comenzaron a surgir en la misma época aproximadamente.

La situación a la que se enfrentaba entonces el latín es similar a la que atraviesa el inglés en la actualidad. Por un lado existía el latín clásico, aparentemente vivo y en buen estado, que se enseñaba de forma habitual por todo el mundo occidental civilizado. Por otro, había pruebas evidentes de una mutua ininteligibilidad entre las comunidades, pues aquellas que habían hablado en su día latín vulgar en Portugal, España, Francia, Italia y Rumania se distanciaban cada vez más unas de otras.

¿Qué sucede cuando un gran número de personas adoptan el inglés en un país? Que desarrollan su propio inglés. Existen innumerables variedades de inglés. Cuando una lengua se expande, se transforma. Porque ninguna comunidad lingüística es una isla.