Busco entre las estanterías de la tienda de la esquina, literal, está en la esquina de mi casa (y en la otra esquina hay un bar, sí), busco -decía- unas latas de aceitunas que no encuentro. A mis espaldas una mujer que tendrá mi edad me pregunta con un envase de jamón de york en la mano ¿esto es pavo, hija? Eeeehhhh, no, esto no es pavo. Es que no sé leer, cariño, me dice. Trato de que no se me note el estupor en la cara. Vaya, por Dios, le digo, cuando quisiera decirle, vamos a ver cuándo le viene a usted bien que quedemos que yo le enseño, de mil amores, además. Pero no se lo digo. Pavo, pavo… y miro en las estanterías del frío hasta que encuentro un paquete de pavo. Esto, proclamo airosa, esto es pavo. Ay, gracias, cariño, me dice cogiendo el paquete.

Se me ha olvidado lo que venía buscar. Empiezo a calcular, si esta mujer es de mi edad, más o menos, ¿cómo es posible que no haya aprendido a leer y a escribir?, ¿cómo puede seguir hoy sin saber leer y escribir?, ¿por qué no le enseña su familia?, ¿por qué no le enseña alguien, cualquiera? Y pienso, un poco avergonzada, en esa forma tan fácil que tenemos de resolver la vida de los demás. No sé a ustedes pero a mí se me da de maravilla.

Unos años trabajé en Rentería en un barrio de inmigrantes (españoles), allí era relativamente frecuente encontrar alguna mujer (casi siempre eran mujeres) que cuando les pedía que firmaran un documento me mostraban la yema del dedo gordo. La primera vez un compañero me tuvo que traducir el gesto, no sabe escribir, luego ya lo aprendí, tomaba el dedo que me mostraban, lo pasaba por el tampón de tinta y lo ponía en el papel. E irremediablemente, pensaba, qué triste.