La filología o disciplina que estudia el lenguaje, dicho así grosso modo, se ocupa de la morfología, la sintaxis, la etimología de las palabras… Uno espera de un filólogo que sepa la forma exacta en que se conjuga un verbo irregular, o qué se esconde detrás de la figura gramatical llamara oxímoron. Sin embargo, algunos filólogos (entre los que me incluyo) tenemos serios problemas para responder a veces a esas cuestiones y a menudo quedamos mal entre nuestros conocidos.
Y es que el lenguaje es algo que sabemos todos, que utilizamos a todas horas, del que nos sentimos con el suficiente conocimiento como para criticar el uso que los demás hacen de él. A nadie se le ocurre preguntarle a un cirujano si para colocar un by-pass conviene que los análisis del paciente tengan x valores, o a un ingeniero qué resistencia debe tener el cemento para que no se hunda un puente, pero todos somos expertos en nuestra lengua y nos sentimos seguros para decir la última palabra (una expresión preciosa, por cierto).
Y, sin embargo, a la filóloga que hay en mí no le interesa tanto conjugar adecuadamente un verbo como saber si existen rasgos lingüísticos universales o si el cerebro humano interviene en la configuración de las diversas gramáticas e incluso por qué se producen los cambios estructurales en una lengua… Y, claro, con estas premisas no hay forma de quedar bien en una reunión social.
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