«Desde la primera vez, al terminar, ella se ponía de pie, caminaba a algún lado completamente desnuda y volvía a la cama con un pequeño cuaderno color almendra. Luego, apoyada en un codo o bien sentada o en ocasiones arrodillada, se ponía a dibujar el orgasmo o los orgasmos que había experimentado y aún tenía frescos en su memoria. A graficármelos, como lo haría un científico, con todo y convulsiones, culminaciones, espasmos, síncopes, cambios de temperatura y derrames líquidos. Generalmente, esbozaba una línea que parecía una montaña o una cadena de montañas con diferentes alturas y grosores. A veces la meseta era breve; a veces era redonda; a veces se extendía horizontalmente por lo que figuraban ser varios kilómetros. Chorros fluviales a menudo explotaban de alguna parte, casi siempre (pero no siempre) del cráter. Muy esporádicamente, surgían erizadas líneas zigzagueantes en los costados, como relampaguitos en miniatura, pero no sé qué significaban: su único secreto, de suma importancia, decía ella. Y entonces, cuando de repente brotaba una de esas líneas zigzagueantes, me sentía estúpidamente satisfecho sin saber por qué. Otras veces no dibujaba montañas, sino nubes o volutas de algodón o algo por el estilo: vibrantes, densas, elípticamente cerradas. Me explicó que no sabía cómo más representarlo, que así percibía todo su cuerpo. Como una liviana masa palpitante, dijo. La envidié.»
Eduardo Halfon: El boxeador polaco
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