La tarde del día en que murió subí a ver a mi padre. Estaba ingresado como en tantas ocasiones anteriores. Su corazón se cansaba y dejaba de enviar energía a los riñones, estos se ralentizaban y dejaban de eliminar el líquido que les sobraba, se le encharcaban los pulmones y había que subir al hospital para que le pusieran un chute de diuréticos. Esta situación se repetía cada dos meses, más o menos, en una rutina desoladora. La tarde del día en que murió, subí a verle como casi todas las tardes. Ahora no sé cómo lo hacía, trabajando, con los hijos pequeños y sola. Pero siempre encontraba un momento para subir a verle, quería que él tuviera esa ilusión durante el día, que supiera que en un momento o en otro su hija iba a aparecer.
Cuando llegué tenía puestos en las manos unos guantes fuertemente atados a las muñecas, de manera que no se los podía quitar. Las enfermeras buscaban con esa estrategia que no se rascara, pero a mí me parecía una medida humillante e inútil para una persona de edad. En cuanto me vio me tendió las manos y le quité los guantes. Hola, aita, le dije mientras me inclinaba a darle un beso. Qué guapa eres, hija, me contestó con el agradecimiento inundándole los ojos. Me reí porque toda la vida me había dicho que era guapa, aunque ahora yo sabía que lo que quería decir era qué buena eres para mí, cuánto te quiero.
Después de que le trajeran la cena me despedí y me marché para, a mi vez, hacer la cena de mis hijos. Hacia la medianoche me llamó mi madre diciéndome que había muerto. Dentro de la tristeza que me inundó, me quedó la alegría de haber estado con él esas últimas horas y de haberle quitado esos guantes horribles. Me pregunto por qué me acordaré yo ahora de esto.
Comentarios