Quién no ha oído eso de hay que vivir el presente, carpe diem, aprovecha cada minuto… Desde que supimos que no existía el más allá, fue calando la idea de que, puesto que esta es la única vida que tenemos vivámosla intensamente. Quién iba a pensar que llegaría un tiempo en el que estaríamos todos, la humanidad entera viviendo el presente y solo el presente.

El tiempo en el que íbamos a trabajar, nos tomábamos una cerveza en compañía o llevábamos a los niños al colegio forma parte del pasado, de un pasado que se antoja tan remoto que parece sacado de una vida anterior, algo definitivamente olvidado.

Y en cuanto al futuro, qué podemos decir de él: simplemente no existe, no sabemos cuándo podremos volver a salir a la calle, qué pasará con la economía, si seremos los mismos o saldremos de esta temerosos y traumatizados.

Y este presente nuestro es un presente continuo en el que todos los días parecen el mismo. Los humanos tenemos una inclinada propensión a la rutina y, aun en un confinamiento que nunca habíamos vivido, cada uno ha construido su rutina. Como dicen que hacen los que están recluidos en situaciones extremas.

En unos pocos años, leeremos novelas que describirán nuestra vida, la que vivimos ahora, cuando apenas nos damos cuenta de que nos ha tocado ser protagonistas de una historia que poblará los libros. Habrá novelas protagonizadas por familias que discuten, cocinan y hablan con los abuelos a través del ordenador; otras narrarán intrincadas tramas de delincuentes que tratan de vender los respiradores (averiados) al mejor postor. Habrá también películas que contarán conspiraciones de unos países contra otros o de laboratorios que investigaban virus y se les fueron de las manos.

De momento está el presente, un día y después otro y después otro. Como en el Diario de Ana Frank. Simple y llanamente, el presente.