«El inglés sabía a brisa marina y atardecer otoñal en una costa nórdica, un poco olorosa a pescadería, un poco a lluvia. El francés, que yo nunca había aprendido, tenía que deshacerse en la lengua como la gelatina de albaricoque y saber a vino blanco y seco. El ruso sabía a extensiones interminables, a campos de trigo, a soledad e ilusiones. En cambio, el georgiano sabía polvoriento, lleno, repleto casi, y a veces también a un juego del escondite en el bosque. En cambio, el alemán que Severin me enseñó sabía al principio gélido y amargo, luego su sabor cambió y se convirtió en el de las algas, sabía a musgo verde oscuro, luego su sabor volvió a hacerse fuerte, pero más agradable, y después, mucho después, el alemán me empezó a saber a castañas maduras y altura, sí, a una altura vertiginosa.

Él aprendió las treinta y tres letras del alfabeto georgiano. Yo aprendí expresiones como «país de mierda», «saqueador», «genocidio» y «Guerra Fría». Frases del estilo de «¿Cómo estás?» y «¿Vienes del Este o del Oeste?». Luego aprendí palabras como «la casa», «el niño», «la chica». Y además su infantil y eterno «okay». – ¿Cómo es que «la chica» es neutro y no femenino? No lo entiendo -me irritaba yo.

– Porque los alemanes son terriblemente sensibles, ¿sabes? No quieren ofender a nadie.

– ¿Y quién iba a sentirse ofendido? Me parece estúpido que yo sea un ello mientras tú eres claramente un él».

Nino Haratischwili: La Octava Vida