«Inventé una excusa y conseguí la llave para abrir la puerta del colegio. Terminadas las clases, vi el aula silenciosa y, sobre la mesa del profesor, un diccionario que deslicé en mi cartera. Los remordimientos aumentaron el peso del libro.
Por las noches me encerraba en una habitación de mi casa y extraía la única obra de mi biblioteca. Pero pronto la leí en presencia de la familia, y los padres creyeron que hojeaba un volumen de aire entre sus útiles de trabajo. Solamente la hermana se dio cuenta de la caída de unas páginas, descosidas como mi conciencia después del hurto.
Llegaron entonces los malos sueños en que una rebelión de niños abría las tapas grises y duras del tomo, patrullaba con ira por los caminos de los verbos, tomaba al asalto las ciudades del vocabulario y dejaba un campo de ilustraciones y etimologías incendiadas.
En otras pesadillas, el placer de descubrir la palabra tundra contenía la sombra de mis amigos atrapados en el hielo y el musgo. Sus cuerpos rodaban por una ladera en el vocablo alud. O padecían sed cuando me alegré por el conocimiento de la voz estepa. Escribí frases cuyos significados se hundían si pensaba en los compañeros de escuela a los que privé del libro.
El robo fue germinador. Compré varias novelas de Pío Baroja y con las expresiones aprendidas hice mi refugio.
El diccionario envejeció conmigo. No devolví aquella llave de culpa y felicidad».
Francisco Javier Irazoki: Orquesta de desaparecidos
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