«»La gente común cree que mi trabajo viene a ser una especie de comercio, un simple intercambio… Los clientes ponen los sentimientos; yo pongo las palabras. Digamos que la cosa la resumirían de ese modo, al menos en sus cabezas… ¡Si fuera tan sencillo!»

«¿Entonces no es así?»

El licenciado finge horrorizarse.

«¡Claro que no! Es decir, probablemente sea así para los analfabetos. Vienen a mí con una carta que no pueden leer y un papel para contestarla, y yo soy sus ojos y soy sus manos. Hasta ahí bien. Pero con los señoritos es otra cosa. Pongamos, por ejemplo, que el cliente es usted, y viene a que le escriba una carta de amor. Porque usted sin duda escribe y lee bien, y hasta muy bien, pero no sabe qué decirle a su enamorada. Pongamos. Para usted el comercio se plantea como decíamos hace un momento: por un lado los sentimientos, por otro las palabras. Muy fácil, o eso parece. ¡Pero no es así, ni de lejos! Porque usted, antes de que yo le dé esas palabras, en realidad no tiene nada. No me mire así: nada. Siente algunas cosas, no digo que no, que son apenas los síntomas de una enfermedad: pulsaciones rápidas, apatía, sudación, melancolía, confusión, episodios de júbilo, vahídos, ahogos, postración, sensación de irrealidad…, ya sabe, el numerito completo. Y tiene también una inclinación natural, claro: los sentimientos de un perro que quiere encaramarse a una perra, ni más ni menos. Pero el amor, ¿dónde está? No está, todavía, porque nadie le ha puesto palabras. El amor no es un discurso, amigo mío, es un folletín, una novela, y si no se escribe en la cabeza, o en el papel, o donde sea, no existe, se queda a medias; no pasa de ser una sensación que se creyó sentimiento…»

«Pero usted…»

«Yo lo escribo. A eso vienen, en realidad, los galanes y las enamoradas, y por eso esperan una hora larga bajo un sol de justicia. Vienen a que les escriba ese sentimiento, a que les enseñe lo que debe ser amor, lo que deberían sentir. En esto consiste el negocio. Lo importante no es tanto contentar al destinatario que al fin y al cabo no conozco, sino al cliente, que viene por su romance como un lector fiel va por el último fascículo de su novela por entregas. Cuanto más desgarrado es ese amor que invento para ellos, cuanto más desgraciados los hago en el papel, más contentos se marchan».»

Juan Gómez Bárcena: El cielo de Lima