«En algún momento caí en que no entendía muchas de las palabras que usaba mi familia para hablar de su día a día o para comunicarse conmigo, palabras que tantas veces había oído sin prestarles atención. No las conocía. No sabía qué significaban. No formaban parte de mi lengua. (…)

Si yo, que me muevo entre el campo y la ciudad, empezaba a perder la lengua rural, el idioma de los míos, ¿hasta qué punto no ha desaparecido ya para los que viven en las ciudades?

Hice la prueba. Empecé a recoger esas palabras como semillas y las metí en un cuaderno, resguardadas, apretadas contra mí, como se hace cuando se recogen las semillas y se colocan en un papel para secarlas y, una vez preparadas, se guardan en botecitos de cristal en la despensa o en el cuartillo para la próxima siembra. Así fue como las palabras de mi familia comenzaron a viajar del pueblo a la ciudad y a conocer una nueva tierra a la que agarrarse. Cuando estaba entre amigos, en el trabajo o en algún encuentro literario, no podía evitar sacar el cuaderno y lanzar alguna palabra sin revelar el significado. Las arrojaba como el agricultor lanza las semillas a la tierra, esperando que terminaran agarrando, alcanzaran a brotar y dieran sus frutos.

La mayoría de las palabras que traigo a la ciudad son desconocidas, pero despiertan algo que no se puede nombrar, que llevamos dentro y que sigue ahí, latente, esperando la luz adecuada para hacerse notar. Sacan del sueño un interés que consigue que el idioma de mi familia y de tantos siga vivo».

María Sánchez: Tierra de mujeres