Vivir cerca de la frontera es vivir cerca de un límite, es tener una línea en la geografía de los mapas tras la cual se extiende lo inesperado. Cuando era pequeña vivía aún más cerca de la frontera de lo que lo hago ahora, vivía en Irún, y allí esa cercanía con Francia lo definía todo. Había muchos empleados de aduanas, mucha gente que trabajaba en el otro lado, la mayoría chapurreábamos algo de francés y algunos, como mi padre, completaban su exiguo salario haciendo contrabando.
Vivir cerca de una frontera es vivir cerca de los diferentes y, sin embargo, comprobar que son bastante parecidos. Pasamos la frontera y son distintas las casas y las tiendas. Compartimos el mismo clima y, no obstante, el paisaje es diferente. En otros tiempos al cruzar el puente sobre el río Bidasoa se tornaba en legal lo que a este lado no lo era, como determinados libros o algo tan delicado como abortar.
La frontera fue en los años de plomo un escape para muchos, tanto víctimas como victimarios, y también era, más allá de la muga, donde se negociaba el impuesto revolucionario, eufemismo que renombraba el chantaje de los terroristas.
Vivir cerca de la frontera hizo de San Sebastián una ciudad abierta, en la que siempre se mezclaron el francés, el castellano y el euskera. Es también, la del río Bidasoa, una frontera que para algunos solo es un hilo ficticio colocado en los mapas, de hecho en los paneles de la autopista en dirección Francia no dice tal sino Bordeaux, como si el hecho de ignorar la realidad la cambiara.
Y así, este trozo de tierra en el que nací y en el que siempre he vivido es el sur de Euskadi y el norte de España. No es por eso que este blog tiene el nombre que tiene, pues en realidad lo elegí a partir del título de un libro de Haruki Murakami, Al sur de la frontera, al oeste del sol, y sí, claro, también pensé que qué mejor nombre viviendo como vivo al sur de la frontera.
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