Cuando abro un libro y me sorprende, me alborozo como un niño. Cómo es posible, me pregunto, que a estas alturas haya un autor -autora, en este caso- que tenga una forma de narrar original y distinta a todo lo que he leído hasta ahora. Es el caso de Canto yo y la montaña baila, un libro en el que parece que las palabras saltan como los salmones río arriba.

Irene Solá cuenta la historia de un pueblo de montaña, de una familia que tiene mujeres de agua, la historia de unas jóvenes que se fueron del pueblo porque necesitaban ver el mundo pero que volvieron porque en ningún sitio la vida era mejor que entre esas montañas… Los narradores de estas historias son diversos: están Sió, Mia, Hilari y Domènec, pero está también la voz de un corzo y la de la propia montaña. Comienzas un nuevo capítulo y te preguntas quién será esta vez el narrador, a mí casi todos me parecían mujeres pero me he equivocado unas cuantas veces. Se encuentra así el lector con un baile de voces, una amalgama de personajes que a lo largo de la lectura tiene que ir colocando como si fueran las piezas de un puzzle.

Soy una urbanita empedernida y, sin embargo, la presencia de la naturaleza en esta obra me ha parecido tan poderosa y tan apasionante que me han dado ganas de irme a vivir a una de esas casas construidas en la empinada ladera de ese valle verde y húmedo. Saldría los lunes a andar con Mia y con Cristina, pisaríamos los helechos húmedos, ahuyentaríamos al corzo y nos reiríamos de cualquier cosa.

No sé si este libro es una novela-río o si es un conjunto de relatos que componen una historia, sea lo que sea es una historia que lees en estado de asombro permanente.