«En un lugar así crecían, erguidos como cipreses, los tallos de las cañas orientales (Arundo donax). El nombre de esta especie contiene una raíz semítica muy antigua (en lengua asirio-babilonia, qanu; en hebreo, qaneh; y en arameo, zanja). De esa raíz extranjera viene el griego canon, que significa literalmente «recto como una caña».

«¿Qué era un canon? Una vara de medir. Los albañiles y los constructores antiguos llamaban de esa forma a unos sencillos listones de madera que servían para trazar líneas rectas y fijar con precisión tamaños, proporciones y escalas. En el ágora, donde los mercaderes y sus clientes discutían a gritos, acusándose mutuamente de timadores, solía haber un patrón de pesos y medidas esculpidos en piedra. Alguien rezongaba: «¡Esta pieza de tela no mide tres codos; borracho, cara perro, vas a ser mi ruina!». Y el interpelado aullaba: «Muerto de hambre, hogar de todas las pulgas, ¿y tú te atreves a acusarme de ladrón?». Ante los cánones -antecedentes de nuestro metro de platino iridiado- se solventaban la mayoría de las broncas y regateos de nuestros antepasados griegos.

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«La lista de los mejores escritores y las mejores obras nunca se llamaron cánones en tiempos de los griegos y romanos. ¿Cómo hemos llegado a nuestro controvertido concepto de «canon literario»? A través del filtro cristiano. En medio de agitadas discusiones sobre la autenticidad de los relatos evangélicos, las autoridades eclesiásticas fueron perfilando el contenido del Nuevo Testamento: los evangelios de San Marcos, San Lucas, San Mateo y San Juan -esos cuatro y no otros-, los Hechos de los apóstoles y las Epístolas. El debate entre comunidades cristianas que llevó a la exclusión de los textos considerados apócrifos fue largo, y muchas veces enconado. En el siglo IV, cuando el repertorio estaba ya casi cerrado, el historiador Eusebio de Cesarea llamó «canon eclesiástico» a la selección de libros que las autoridades declararon de inspiración divina y donde los creyentes podían encontrar una pauta de vida. Más de mil años más tarde, en 1768, un erudito alemán utilizó por primera vez la expresión «canon de escritores» en el sentido actual. El problema es que la palabra llegaba cargada de rasgos y connotaciones. Por la analogía bíblica, el canon literario parecía perfilarse como una jerarquía vertical, dictada por expertos, apoyada en la autoridad de un grupo de elegidos, intencionalmente cerrada, permanente e intemporal.

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«El canon literario tiene poco en común con el religioso. El repertorio bíblico, sostenido por la fe, pretende ser inmutable; el literario no. Para este último encaja mucho mejor la imagen elegida por los romanos: el censo, una clasificación jerárquica, sí, pero constantemente actualizada. Si puede llegar a ser una herramienta útil, es precisamente porque su flexibilidad le permite registrar los cambios. En la cultura no existen las rupturas totales, ni tampoco una continuidad absoluta. Algunas obras son mejor o peor recibidas de acuerdo con los cambios de las circunstancias históricas.»

Irene Vallejo: El infinito en un junco