Esta cita de El infinito en un junco, de Irene Vallejo, me gusta mucho por dos ideas: el hecho de que en algún momento todos hemos alardeado de haber leído un clásico sin que fuera así y ese pensamiento que nunca se me había ocurrido de que la supervivencia de los clásicos es cosa de todos. Espero que les guste.
«Por el miedo infantil a defraudar, para no quedar excluidos de una conversación, jugando de farol en un examen, decimos que sí, casi sin darnos cuenta de la mentira, que sí, que hemos leído ese libro que nunca estuvo entre nuestras manos. Recién enamorados, afirma Bayard, tal vez fingiremos ser lectores de los libros que ama la otra persona para aproximarnos a ella. Al mentir, ya no hay marcha atrás, nos obligamos a hablar sobre ciertos textos sin conocerlos, a tientas, por las opiniones que otros tienen de ellos. Este tipo de impostura es más fácil de sostener cuando se trata de clásicos, porque de alguna manera nos resultan familiares. Si no han entrado por otra ruta en nuestras vidas, están ahí como ruido de fondo. Forman parte de la biblioteca colectiva (…)
Los clásicos son grandes supervivientes. En el lenguaje ultracontemporáneo de las redes sociales, podríamos decir que su poder -su riqueza, en términos generales- se mide en el número de sus seguidores. Son libros que siguen atrayendo nuevos lectores cien, doscientos, dos mil años después de ser escritos. Esquivan las variaciones del gusto, de las mentalidades, de las ideas políticas; las revoluciones, los ciclos cambiantes, el desapego de las nuevas generaciones. Y en ese trayecto, donde tan fácil sería perderse, consiguen acceder al universo de otros autores, a los que influyen. Continúan subiendo a los escenarios de los teatros mundiales, son adaptados al lenguaje del cine y emitidos por televisión, incluso se han desprendido de la encuadernación y la tinta para hacerse luz en internet. Cada nueva forma de expresión -la publicidad, el manga, el rap, los videojuegos- los adopta y los realoja.
Hay una gran historia casi ignorada detrás de la supervivencia de los clásicos más antiguos, la de todas las personas anónimas que consiguieron conservar, por pasión, un frágil legado de palabras, la historia de su misteriosa lealtad a esos libros (…) Los lectores de hoy podemos sentirnos solos, en medio de las prisas, al cultivar nuestros rituales lentos. Pero tenemos detrás una larga genealogía y no deberíamos olvidar que, entre todos, sin conocernos, hemos protagonizado un fantástico salvamento.»
Irene Vallejo: El infinito en un junco
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