Tanto si es pronto como si es tarde, cuando me voy a la cama, leo. Incluso cuando vuelvo de una cena y lo más aconsejable sería volcarme a dormir, extiendo la mano hacia la mesilla, cojo mi libro y leo. Me gusta leer novelas, no importa si me cuentan mentiras o verdades a medias, la ficción me concentra mientras el ensayo me dispersa.
Leo porque si no no sé cómo dormirme. Como esos niños que necesitan el chupete para dormirse, yo necesito un libro. Así me voy deslizando de la consciencia al sueño, volando en avión con Rachel Cusk o viajando en un tren con Patricia Highsmith. Las aventuras más apasionantes consiguen que me duerma, se me van cerrando los ojos, se emborronan las líneas y de repente me muero de sueño. Otras veces me doy cuenta de que aunque llevo mucho tiempo leyendo no lo quiero dejar, entonces miro el reloj de reojo para saber cuánto de tarde se me está haciendo. Un poquito más, solo un poquito más, pienso remolona. Hasta que literalmente se me cae el libro de las manos y no recuerdo nada del último párrafo. Leer cierra mi día, lo completa, lo engrandece.
Cuando el libro me está gustando mucho es como si en ese momento de lectura me encontrara con unas personas muy queridas para mí, es un rato en el que sé con certeza que voy a disfrutar. Pero como la felicidad nunca es eterna, ni siquiera con un libro en las manos, llega un momento en el que las páginas que quedan son muchas menos de que las que ya he leído. Entonces empiezo a leer despacio para que el libro me dure más. Y cuando irremediablemente vuelvo la última hoja, me queda una sensación de pérdida y de orfandad. Los días siguientes echo mucho de menos a los personajes de la historia que tanto me gustaba, me pregunto qué será de ellos, de sus vidas, si serán felices o desgraciados.
Capítulo aparte merecen los libros que me llevo cuando viajo. Les pido a esos libros una compañía especial, tienen que desplegar en torno a mí la seguridad de mi casa, pretendo que sustituyan todo lo que una echa en falta cuando viaja. A veces guardo sin leer un libro que sé que me va a gustar para cuando me vaya de vacaciones, otras busco con tesón ese libro destinado a absorberme en las largas horas de aeropuerto. Y hay libros, incluso, que quedan para siempre unidos a la ciudad en la que los leí, como Cien años de soledad y Atenas.
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