De cabezazos contra la pared me daría cuando veo que mientras yo me desgañito, ella me mira con aburrimiento y es como si oyera llover. Qué cabezota es, de verdad, se lo tengo dicho, hija, utiliza la cabeza, no te dejes llevar, piensa un poco, pero ella, nanay, se le mete una cosa en la cabeza y ya no hay quien la saque de ahí. Me desespero, inútil razonar, explicarle, intentar que se ponga en el lugar de los demás… Desde el día del accidente no es la misma. Es como si la impulsividad más desalmada se hubiera apropiado de ella. Se lía la manta a la cabeza y no ve nada más. Es en balde advertirle, recordarle que le ha pasado otras veces, que lo que va a hacer no tiene ni pies ni cabeza. Da igual, hay que dejarla por imposible y encomendarse al Señor, porque ella, le diga lo que le diga, se tirará de cabeza.

Y, sin embargo, antes mi niña tenía una cabeza privilegiada, era una de esas personas de inteligencia natural que se ve a la legua que tienen la cabeza encima de los hombros, bien amueblada. Ahora, en cambio, anda por la vida como pollo sin cabeza. Lo que no le ha cambiado es esa capacidad de llevarse a los chicos de cabeza. Hay que ver, si es que las desgracias nunca vienen solas.

He leído que la cabeza pesa unos seis kilos, cinco de materia ósea y kilo y medio de materia gris. Estoy convencida de que la suya está hueca.